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“Lágrimas por una medalla” y “Mañana lo dejo”: la cara y la cruz del deporte de élite

1996. Juegos Olímpicos de Atlanta. En un período escasamente de una semana el deporte español conquista sus cinco medallas de oro, de un total de 17. La vela, histórico vivero de preseas olímpicas donde los haya, nos dio dos de ellas (Fernando León/J.L. Ballester en Tornado y Theresa Zabell/Begoña Vía Dufresne, en 470); mientras que Miguel Indurain (acompañado en el podium por Abraham Olano) logró, en la prueba contrarreloj de ciclismo, la última de ellas.

Pero, cobrando un cariz muy especial la del gran “Miguelón”, sin duda las que más llegaron al buen aficionado al deporte fueron las otras dos. El casillero de oros lo inauguró uno de los mejores equipos que ha tenido España en toda su historia, el de waterpolo; un conjunto, el capitaneado por Manel Estiarte, al que el triunfo se les había negado sistemáticamente en varias finales de campeonatos internacionales (sobre todo la de Barcelona 92), pero que con aquel oro iniciaron una era de dominio en el waterpolo internacional, con dos mundiales en un período de cinco años.

Y, por otra parte, dos días antes de la clausura, el equipo español de gimnasia rítmica se proclamó campeón olímpico en la primera competición de conjuntos en la historia del olimpismo, tal y como recordamos en este espacio en su momento. Una medalla que este grupo también venía buscando con ahínco desde su formación, en 1994-95, y que también se les había negado por sistema tanto en mundiales como en europeos. Un oro que, además, les hizo convertirse en las campeonas olímpicas españolas más jóvenes de la historia, toda vez que sus edades oscilaban únicamente entre los 15 y los 17 años.

Entre los waterpolistas, además de Estiarte y del portero, Jesús Rollán, destacaba PEDRO “TOTO” GARCÍA, otro de los estandartes de aquella gloriosa generación; mientras que una de las componentes del conjunto de rítmica era la vitoriana TANIA LAMARCA; sí, aquella cuyas lágrimas de emoción mientras sonaba el himno nacional nos llegaron al alma de todos los que estábamos viendo la competición a través de la pequeña pantalla (y que a mí, 15 años después, todavía me siguen conmoviendo cada vez que recuerdo el momento).

Tanto Pedro como Tania estaban viviendo, después de años de dura preparación y de intensa lucha a lo largo de los años, la gloria absoluta dentro del mundo del deporte: ser campeones olímpicos y estar en la cresta de la ola. Pero no todo iban a ser sonrisas. Además de los esfuerzos que tuvieron que realizar para llegar tan alto -compensados porque practicaban lo que les gustaba-, la vida estaba a punto de darles una dura lección.

Cuatro años antes, en la víspera de los Juegos de Barcelona, Pedro tuvo que confesar su adicción al alcohol y a las drogas, las cuales consumía por puro placer, nunca para aumentar su rendimiento deportivo. No obstante, tuvieron que pasar once años para que se diera realmente cuenta de lo que le estaba pasando, y se cerciorara que, de continuar así, posiblemente sus días de existencia finalizaran bastante más pronto de lo deseado.

Tania, por su parte, después de verse obligada a dejar el equipo por razones de sobrepeso, sufrió, como otras compañeras, la incomprensible dejadez por parte de la Federación Española de Gimnasia a la hora de incorporarse a la vida “real”, después de años metida dentro de la “burbuja” del deporte. Un período en el que aprendió a ser una persona independiente; a competir; a no rendirse ante las exigencias diarias del entrenamiento de un deporte tan duro como la gimnasia rítmica; a conocer a compañeras que, con el tiempo, llegaron a ser grandes amigas… mas no a prepararse para luchar, una vez dejado el deporte, en la “jungla” de la vida. Entre otras cosas porque no sólo no la asesoraron ni la ayudaron para ello, sino que incluso intentaron “tangarle” (a ella y a todo el conjunto) la prima correspondiente al oro merecidamente ganado en la cita olímpica del 96, la cual les abonaron nada menos que cuatro años más tarde gracias a las denuncias diarias del mítico periodista José María García.

Un oro que, dicho sea de paso, estuvieron a punto de perder una vez recibido, por el riesgo que corrió la federación de obligarles a ponerse, cuando salieron al podium, un maillot con el logotipo -que no el nombre, eso sí- de su patrocinador, estando prohibidísimo por el Comité Olímpico Internacional cualquier tipo de publicidad. Todo a cambio de un dinero del que las chicas no vieron ni una sola peseta.

Ambos, superados sus respectivos problemas, decidieron reflejar sus vivencias en sendos testimonios publicados en 2008: MAÑANA LO DEJO (Pedro García Aguado, editorial Bresca) y LÁGRIMAS POR UNA MEDALLA (Tania Lamarca, en colaboración con la periodista Cristina Gallo, editorial Planeta/Temas de Hoy); dos relatos profundamente conmovedores en los que, además de hacernos partícipes de toda la gloria deportiva que llegaron a conseguir, aleccionan a quien corresponda con sus experiencias para que, en un futuro, las diferentes generaciones de deportistas y de organismos relacionados con el deporte no cometan los errores que les llevaron a ellos (y a algunos de sus compañeros) a sufrir, bien en activo bien una vez retirados del deporte, los tumbos que les hicieron pasar posiblemente los peores años de sus vidas. Son dos libros que, por fin, pudieron llegar a mis manos no hace muchos días y que, una vez leídos, recomiendo absolutamente a cualquiera que se anime a hacerlo.

Hoy en día Pedro -ahora García Aguado y no el apodado “Toto” en la selección- es una persona sana, libre de cualquier adicción -lo que no pudo conseguir su tristemente fallecido compañero y amigo Jesús Rollán- y dispuesto a ayudar a los demás gracias a su programa Hermano Mayor, de Cuatro; mientras que Tania también ha encontrado su lugar en la vida, felizmente casada y trabajando como técnico deportivo en Escarrilla, un pueblo del pirineo aragonés.

A Pedro lo conocí personalmente hace tres años, recién salido su libro, cuando vino a Sevilla a dar una charla sobre el tema; y pude departir unos minutos con él para expresarle mi alegría por la superación de sus adicciones. Con Tania aún no he tenido ese gusto; aunque es obvio decir que me encantaría, cara a cara o por otras vías, transmitirle personalmente mi felicitación por el libro, y también darle las gracias, con efecto retroactivo, por haberme emocionado, como a tantos otros aficionados españoles, aquella tarde/noche de principios de agosto, en 1996.

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